Una de las características más curiosas de la Mallorca actual es la supervivencia de formas culturales ancestrales en una sociedad influida por dos grandes fuerzas: el turismo de masas y la inmigración. La matanza del cerdo sigue siendo la gran fiesta gastronómica de los mallorquines, es motivo de orgullo culinario y una de sus señas de identidad. Con los primeros fríos de otoño, condición adecuada para manipular las carnes y grasas del cerdo, las familias payesas hacían cada una sus “matances” y se aseguraban así el aprovisionamiento de proteínas para todo el año. En este artículo os explicaremos cual es la historia de las matances mallorquinas.
Con la tradición de “ses matances” seguimos en mayor o menor medida arraigados en el calendario rural, a la fuerza que la tierra transmite y a los cambios inmutables que mandan las estaciones. Ya en 1839 la ilustre visitante Georges Sand se dio cuenta con cierta rabia de que los mallorquines tenían más cuidado de los cerdos que de las personas y así lo cuenta en Un invierno en Mallorca. La peste porcina africana que asoló la isla en 1956 fue una verdadera catástrofe nacional. La cultura generada alrededor de la matanza del cerdo en Mallorca y su producto estelar, la “sobrasada”, son, sin caer en la exageración, uno de los puntales que definen el ser mallorquín.
Las “sobrassades”, “botifarrons”, “sa xulla”, el saïm”, els “ossos” i la liturgia precedente, en definitiva, todo el ciclo que va desde el engorde del cerdo hasta su consumo, han alimentado la cocina, la gastronomía, el cancionero, la etnología y la antropología isleña. Por tanto, una buena parte del consciente y el inconsciente de la mallorquinitat.
Las simbologías rituales y el carácter casi mágico que le otorgaron nuestros antepasados a las matanzas, la relación entre sacrificio y alimento, la presencia de la sangre y sus connotaciones bíblicas, lo crudo y lo cocinado… toda esta puesta en escena tiene como protagonista indiscutible al animal totémico de los mallorquines: el cerdo. Adorado y cebado desde su cría por nuestra pequeña tribu ante el espectro inconsciente que ha cruzado la historia de los mallorquines durante siglos, el miedo atávico de padecer hambre…
Antiguamente las matanzas duraban tres o cuatro días, lo cuenta el Archiduque Lluis Salvador y magistralmente Mossèn Antoni Maria Alcover. Se convocaba a amigos, vecinos, parientes que a su vez devolvían la invitación y el “present” que solía ser un trozo de lomo, unas longanizas…. de tal forma que las matanzas se convertían en época de relaciones, de confidencias, de risas y “gloses” con ritos muy bien determinados.
La tradición manda “fer matances” en plenilunio, ya que la muerte del cerdo se enmarca dentro del contexto ritual de la fecundidad de la tierra. Su significado ancestral, anclado en supersticiones que se pierden en la noche de los tiempos ordena que las mujeres no puedan participar durante la menstruación, y los hombres deben tener las manos frías para pastar y no haber tenido relaciones sexuales el día anterior. Un canto a la fecundidad y a la pureza necesaria ante el sacrificio del animal.
Historia de las matances mallorquinas, por Magdalena Mesquida, de la revista Manjaria.